LAS BATAS DE COLORES.

 

-En verano se vende mucho el color.

-No lo pongo en duda, pero lo que tenemos aquí delante es una nevera. Tradicionalmente los electrodomésticos han sido siempre blancos.

-Si, correcto, Menéndez. Pero esta nevera cambia de color según el uso que se le dé y dónde esté colocada.

– Ya…, y ¿cómo piensa poner a la venta este frigorífico que, a pesar de su atractivo color, tiene un precio desorbitado?

-De una forma sencilla. Diremos que nuestro comercio está a la vanguardia de la tecnología y convenceremos a todo el mundo de que es lo último en el mercado, lo más innovador en tecnología. Por supuesto, tenemos que cambiar el catálogo on line de la página web para hacerlo más llamativo y para que los nuevos productos entren por los ojos.

-????

– Y añadiremos que los precios están rebajados porque estamos de promoción.

– Bueno, si usted lo dice…, yo no lo veo claro. Cualquier cliente puede comprobar que es el mismo precio de los meses pasados.

-Si, pero entonces aún no estábamos en verano. Usted, Menéndez, en este momento, lo que tiene que hacer es supervisar las combinaciones de colores del escaparate y lo demás se lo dejamos al departamento de marketing.

Arturo Menéndez obedeció con paciencia a su jefe, que para algo era también el propietario del negocio. No dejaba de pensar que él jamás compraría un frigorífico que cambiaba de color según la iluminación de la cocina. Pero, a fin de cuentas, quién era él para opinar sobre modas y reglas de mercadotecnia si era un simple trabajador contratado. Había visto colores en una bandera colgada delante del balcón de su casa que no sabía qué simbolizaban; los parroquianos del bar de la esquina discutían por los colores de sus equipos de fútbol; el color de la piel era un estigma para algunas personas y él mismo se consideraba un hombre de color más bien gris, tirando a cenizo. No lo podía evitar. En estos últimos días trataba de que sus pensamientos se centrasen únicamente en sus próximas vacaciones, el período más anhelado de todo el año. Se iba a marchar unos días a la playa con su mujer. Los dos solos por primera vez, sin hijos ni suegros. Todo lo demás le traía sin cuidado. Se había hecho inmune a las exigencias de la moda, la banalidad del gusto y las extravagancias de los diseñadores. De las exigencias de los clientes, a los que cada día soportaba peor, prefería no ocuparse.

Arturo Menéndez conduce su coche hasta la costa. Quiere volver de la playa con un bonito bronceado para que sus compañeros de trabajo reconozcan sus vacaciones estivales. En la ciudad costera, el matrimonio Menéndez se registra en un hotel playero, de los que se ofertan paquetes con todo incluido para no tener que pensar ni gastar más de la cuenta. Menéndez sabe que debe pasar el periodo de adaptación, es decir, esos primeros días en los que se despierta a las siete, la misma hora que en su casa para ir a trabajar. Poco a poco el vendedor de electrodomésticos consigue olvidarse de la rutina y relajarse un poco más. Cada día prolonga quince minutos el momento de levantarse de la cama. Ya no se obsesiona con pulir los zapatos hasta dejarlos brillantes y cepillar el traje que usa a diario. Aunque le ha costado trabajo, ha logrado habituarse a calzar chanclas y vestir pantalones cortos y camisetas.

Bajo el sol mediterráneo, se mira a sí mismo en la tumbona frente al mar, en apariencia satisfecho. Su mujer está a su lado, también en bañador. Ambos se dan crema solar mutuamente. Los dos parecen contentos. De repente Menéndez se pregunta, con un gesto inquieto, dónde ha aparcado, como hace todos los días que conduce hasta el centro de la ciudad, pero luego se da cuenta de que el coche permanecerá en el aparcamiento del hotel porque está de vacaciones. No tiene que preocuparse por él. Sonríe, no se acordaba de su estado beatífico de asueto. Se tumba de nuevo frente al mar Mediterráneo. En aquella playa, junto a su mujer, empieza a hacer un crucigrama para rellenar las dos o tres horas que tiene por delante antes de ir a comer. Consigo mismo, a solas con sus pensamientos, le viene a la memoria el escaparate de las neveras de colores, y se quita la imagen de la cabeza como quien espanta a una mosca pesada. Se repite que está de vacaciones. No pensar. Mira con descuido a su alrededor. En la reverberación de la espuma que las olas forman en la orilla ve algunas luces exageradamente cegadoras y entonces se da cuenta de que ha olvidado las gafas de sol en la habitación. No sabe por qué tiene esa sensación de intranquilidad que le hormiguea por el cuerpo, no entiende por qué le molestan tanto los colores de las sombrillas cercanas. ¿Qué razón hay para que esas circunferencias bajo las que la gente se sienta sean de colores tan chillones? ¿Qué explicación tiene que los niños en la orilla con la arena jueguen con cubos de plástico amarillo y con palas rojas? ¿Tienen los juguetes que ir a tono con los colores llamativos de los bañadores o visten así a las criaturas para encontrarlas fácilmente si se pierden entre el gentío? Los cubos y palas adquieren un protagonismo que no se corresponde con la inocencia del juego, ¿qué me está pasando? Son demasiados contrastes para su espíritu zarandeado. Hamacas azules que incitan a tumbarse, bandera verde que permite bañarse, las toallas de rayas marineras, los flotadores con dibujos fosforescentes. El cielo celeste, el mar plateado, la espuma blanca, la arena amarilla. Los elementos que lo rodean destacan tanto por su colorido que parecen chillar a los ojos de Menéndez. Los objetos se iluminan como si alguien hubiera encendido un foco sobre ellos y hubiera olvidado apagarlo.

-Necesito ponerme mis gafas de sol, estoy muy incómodo con la luz del sol tan fuerte. Voy a subir a la habitación a ver si me descansa la vista. Te espero arriba.

-Vale. Yo me quedo un rato más, no tardaré mucho en subir.

Menéndez no le dice la verdad a su mujer, no es capaz de explicarle que los colores se han rebelado contra él y le atacan. Quizá en la penumbra se le pase su nerviosismo, piensa.

Por la tarde, su estado de ánimo está más sereno. Arturo ha descansado en una siesta reparadora y se da cuenta de que no tiene que acordarse de las ventas, que le da igual si los electrodomésticos tienen colores, si son atractivos o no. El matrimonio Menéndez sale a estirar las piernas después de la cena, a respirar la brisa vespertina. El paseo marítimo hacia el pueblo está adornado con palmeras, los vacacionistas sacan las sillas a las terrazas de los apartamentos turísticos para tomar el fresco; algunos turistas lamen un cucurucho de helado mientras caminan despacio. La visión de la luz verde que anuncia una farmacia cercana pone muy nervioso a Arturo, tanto que no puede mirar al parpadeo del luminoso porque el efecto estroboscópico le marea.

-A ti te ha dado mucho el sol esta mañana. Vamos a sentarnos en esta terracita, a ver si se te pasa, sugiere su mujer.

-Sí, buena idea. Vamos a beber algo.

– ¿Te encuentras mejor?

-Perfectamente, mintió Arturo.

La carta de combinados y refrescos es extensa y el matrimonio Menéndez se decide por dos cocteles para celebrar que están disfrutando de su tiempo libre y lo están pasando bien. Sin embargo, el color azul del “Hawaian blue” y el rojo anaranjado del “Cosmopolitan” se le suben a la cabeza a Arturo.

A la mañana siguiente los cristales oscuros de las gafas le protegen de las agresiones imaginarias de los colores y Menéndez parece haberse sosegado. Está tan animado que sugiere a su mujer ir a tomar algo al chiringuito de la playa. Según avanzan, el toldo verde limón del bar parece abalanzarse sobre Arturo y rodearlo. El pobre hombre entra en pánico.

– ¿No ves algo raro en el toldo?

-Sí, veo que tiene un mecanismo automático muy cómodo, y así no tiene el camarero que subirlo y bajarlo a mano. Me parece muy buena idea.

Menéndez no quiere alterar las vacaciones de su mujer. No puede compartir sus preocupaciones con nadie. Empieza a sudar copiosamente cuando se fija que el pareo que ella lleva puesto es de un llamativo tono rosa fucsia. Arturo piensa que lo que le pasa son fantasías irracionales producidas por su mente sobrecargada de trabajo, de facturas, de albaranes, de pedidos. Son exageraciones pasajeras. Por fortuna, el efecto del tinto de verano con las aceitunas de aperitivo arregla un poco su ánimo. Cuando bajan a comer al bufet su esposa se ha cambiado el pareo por un pantalón corto con camiseta de tonos neutros. Menéndez se fija en la ropa colgada en el armario y confía en no tener más sobresaltos. La desazón se apodera de él cuando observa aterrorizado que en el comedor las señoras visten de todos los colores posibles en múltiples combinaciones. Las batas de flores se mueven, amenazantes, en torno a las ensaladas de frutas; el kiwi verde lleva unos puntitos negros solo comparables a las pepitas oscuras que contrastan sobre el rojo de las sandías donde alcanzan el punto de saturación. Arturo aparta la mirada y se centra en la paella que, aunque lleva colorante, no es tan agresiva. Pero no están solos, más allá del mantel claro aparecen otras mezclas en los vestidos de flores multicolores, en estampados de colores variados a juego con las sandalias. Lo que peor lleva son los tejidos calidoscópicos en las telas. Los motivos de pequeño tamaño de los tejidos liberty le provocan dificultad para respirar. Está rodeado de batas de señora, de colores absolutamente horrorosos. Túnicas llamativas que no se pondrían nunca en sus domicilios parecen tener vida propia en el restaurante del hotel. ¿A quién se le ocurre vestirse con semejante barullo cromático? No puede contemplarlo por más tiempo. Tiene muchas ganas de marcharse a descansar. Solo quiere dormir para quitarse de la cabeza las imágenes luminiscentes que le agreden a los ojos. Ya tumbado en la cama recupera el aliento y mejora un poco de la taquicardia, aunque sigue pensando que es descorazonador sentirse tan vulnerable ante las tonalidades que le rodean.

Durante los siguientes días olvida su autodiagnóstico de agotamiento. Aún desconfía de la percepción de sus sentidos, pero se muestra más sosegado. El matrimonio baja de nuevo a la playa y Menéndez no se quita en ningún momento las gafas de sol. El sobresalto le llega cuando se ve incapaz de hacer el crucigrama que empezó el primer día; encuentra que hay demasiado contraste entre los huecos en blanco y las líneas negras, de modo que lo deja a un lado y empieza a leer una novela. Mira por el rabillo del ojo a su alrededor. No es capaz de concentrarse en la lectura. Si los estampados de colores insisten en perseguirle, sabe que va a perder los estribos. No encuentra acomodo en la tumbona. No quiere dirigir la mirada a los trajes de baño de los vacacionistas. Está rodeado de floresta reconcentrada; un jardín botánico como una selva lo rodea, una vegetación virgen e inexpugnable plagada de peligros. Los colores pueden más que él, absorben todo el espacio visual y devoran su alma. La fobia le paraliza, se ahoga con el pelo de punta, el sudor perlado en la frente y la piel tensa. El estado de alerta lo agota. Mire a donde mire sigue viendo señoras vestidas de colores de un gusto más que dudoso que incrementan la tensión nerviosa ya difícil de soportar.

Los sobresaltos están a punto de acabar. Da vueltas por el hotel sin rumbo fijo y encuentra refugio en un lugar oscuro, aislado por un pasillo incoloro. Se sienta en el suelo gris. Le arropa la oscuridad. Arturo ya no da cabezazos en las paredes. Pierde la noción del tiempo. Al fondo de un túnel le llegan voces amables que aseguran que no tiene que ver la luz si no quiere; le van a vendar los ojos. Trasladan a Menéndez con mucho cuidado porque su estado es crítico. Parece que recupera sus constantes vitales en este lugar claro de sonidos aterciopelados y paredes acolchadas donde lo han ingresado. No existen más colores chillones ni flores estridentes ni carteles luminosos. Nadie lleva puesta ninguna bata de colorines. Una voz soporífera y complaciente le incita a cerrar los ojos. El vericueto del delirio se acaba con una valeriana que, dicen, le dan para que se relaje. Menéndez entra en un sueño descolorido en esta habitación pálida y blanda a donde solo llega la neutralidad de las batas blancas. Por fin puede descansar durante una temporada. ¡Qué lugar más beatífico es el hospital psiquiátrico!

Matilde González López.

Publicado en la revista Letralia, Tierra de Letras, 13/03/2025

 

 

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