GREGORIO FERNÁNDEZ.

 

Es Semana Santa.

En las calles de las ciudades españolas se produce un espectáculo de indudable valor estético, difícil de explicar para lo foráneo. Las procesiones se acompañan de penitentes nazarenos, cirios encendidos, saetas espontáneas y manifestaciones de devoción que van más allá de lo racional. Entre la Virgen del Rocío, el Cristo de los Alabarderos, la Borriquita y el Prendimiento -entre otros muchísimos pasos- sacude al espectador la fuerza de las imágenes, pero también el uso de la fe, los ejemplos de folklore, el peso de la historia y la continuidad de la tradición. El artista que pone la obra de arte en el centro de este fenómeno es Gregorio Fernández (1576-1636), el escultor barroco por excelencia.

La Reforma protestante del siglo XVI se planteó como un desafío intelectual hacia la iglesia católica a la que acusaba de corrupción y de mala praxis. Martín Lutero y sus seguidores proponían la lectura directa de la Biblia en acto particular para alcanzar la pureza de los primeros cristianos; sus intenciones eran recolocar el espíritu descarriado de los católicos y devolverlos a la fe sincera y a la salvación del alma sin la intermediación de los impuestos papales y la venta de indulgencias. En consecuencia, su idea de las representaciones artísticas era también austera, con escasas representaciones plásticas puesto que lo más importante era la lectura de la palabra dada. La respuesta teológica a la Reforma fue el Concilio de Trento, en sesiones que duraron casi diecisiete años, hasta que finalizó en 1562. Para entonces ya se habían producido separaciones en forma de iglesias diferentes. Las conclusiones del movimiento conocido como Contrarreforma eran inapelables y disciplinarias, esto es, de obligado cumplimiento. Se definieron conceptos como el dogma de la eucaristía, la salvación por la gracia de Dios y los ritos de la iglesia católica occidental. En lo que a estética se refiere, la veneración de las imágenes religiosas y las reliquias tuvo una importancia vital para el arte barroco. En el siglo XVII los programas iconográficos de conventos, colegiatas y oratorios estaban, pues, perfectamente delimitados y sus preceptos se extendían a la arquitectura, la pintura, la escultura y la música.

Gregorio Fernández tenía 24 años cuando llegó a Valladolid en 1600 y entró en el taller del escultor más prestigioso de la ciudad. En los años siguientes, y gracias a su talento, trabajó en el Palacio Real y en conventos de la ciudad para quienes diseñó retablos, pasos procesionales, altorrelieves y esculturas exentas. Algún tiempo después, ya instalado en su propio taller y con ayudantes, los encargos le llovían desde la zona de La Rioja, Navarra y Castilla y su fama se extendió largamente, también entre particulares que le pedían tallas devocionales. Él hacía los dibujos y modelaba en arcilla o cera mientras los oficiales desbastaban la madera siguiendo las directrices del maestro. Fue el prototipo de artista religioso, dedicado a obras de caridad y limosnas, hombre virtuoso que pertenecía a varias cofradías de Valladolid. Representaba al hombre del barroco en mentalidad y valores, que se preparaba espiritualmente antes de acometer sus obas por medio de la oración, ayunos, penitencia y meditaciones sobre las sagradas escrituras tal y como recomendaba hacer san Ignacio de Loyola en sus Ejercicios Espirituales.

En el seno del Concilio de Trento había una comisión encargada de fijar las fórmulas estéticas para las imágenes religiosas que seguía las recomendaciones de san Ignacio y de la Compañía de Jesús. Se trataba de utilizar las imágenes de los santos y de la virgen para luchar contra la iconoclastia reformista y para exacerbar los aspectos psicológicos de la religión católica. De este modo, se conformaría un culto de santos ejemplares y, sobre todo, afloraría la piedad mariana. Los temas ignacianos del pecado y la redención, la glorificación de Dios y los temas de la natividad y la pasión de Cristo inducirían a la devoción popular. Durante el siglo XVII el hombre común leería las representaciones artísticas y su simbolismo como la obra propagandística que era.

La escultura de Gregorio Fernández continua este diálogo entre arte y teología. Su mérito fue hacer tipos de imaginería que luego se imitarían por otros artistas y artesanos. La representación de Cristo atado a la columna seguía el modelo de la reliquia conservada en santa Práxedes de Roma, que conocía por medio de estampas, y formalmente tenía influencia del manierismo italiano de gusto clásico, lo cual se percibe en el estudio anatómico del cuerpo de Cristo desnudo. El artesano encargado de dar policromía acrecentaba el patetismo pintando las heridas y las llagas del cuerpo sangrante con todo el verismo posible. Del taller de Fernández salieron muchas tallas de cristos yacentes, dolorosas, vírgenes con niño e imágenes de santos de un enorme naturalismo que trataba de conmover por encima de todo. El estilo personal de Gregorio Fernández llegó a su cumbre en su madurez personal, momento en que usaba efectos de iluminación y de expresividad en sus tallas. Para crear mayor impacto visual colocaba ojos de cristal, dientes de marfil y uñas de cuerno de toro a las imágenes; algunos accesorios de utilería como las coronas de espinas de los ecce homos eran verdaderas y las espadas o lanzas estaban hechas de metal porque ahondaban en la idea de lo lacerante. El barroco se convirtió un arte teatral en toda regla.

La Contrarreforma promovía el culto de la Virgen Madre de Dios, asociada a la misión redentora de Cristo, y por esta razón la Inmaculada Concepción fue una representación muy apreciada tanto en la escultura como en la pintura del siglo XVII. Según explicaban los jesuitas la virginidad de María se justificaba porque era una mujer joven, y la consecuencia para el arte fue que su imagen tuviera facciones bellas y pelo largo y extenso. Gregorio Fernández popularizó en escultura a la Virgen en plenitud de su gracia, vistiendo manto azul símbolo de pureza y castidad y otros símbolos a sus pies como el dragón (el mal, el demonio) y la media luna (la creación material). El coro de ángeles que la rodeaban simbolizaban que sus dominios eran el reino celestial y Ella era la intercesora entre Dios y los hombres.

En 1616 Gregorio Fernández esculpió el Paso del Descendimiento, el más monumental del siglo XVII, para la cofradía de las Angustias. También era conocido por La Piedad. Era un tema derivado de la piedad popular ya que en los evangelios no se recoge el momento en que es depositado el cuerpo de Cristo muerto en brazos de María. Es un grupo escultórico que, además de estos elementos iconográficos contiene a san Juan y santa María Magdalena al pie de la cruz junto a los dos ladrones crucificados, Dimas y Gestas, todos ellos reconocibles por sus atributos. La escena más importante es la de la Madre llorando por la muerte del Hijo, alejándose de la representación clásica en donde Nicodemo y José de Arimatea descienden el cuerpo de la cruz. Por primera vez en la escultura española la Piedad es un tema emotivo y realista, a la vez.  La Madre con el Hijo en el regazo ocupaban el centro del grupo, en una anatomía perfecta y un estudio de paños volumétricos que produce efectos de claroscuro, mientras que el resto de los personajes se distribuían alrededor. Destaca el gesto de María con el brazo derecho abierto en un efecto dramático indudable, la mirada implorante hacia lo alto y el cuerpo de Cristo en diagonal medio resbalando. Después de pasar algunas vicisitudes, las figuras constituyeron pasos procesionales diferentes e ingresaron por separado en el Museo Nacional de Escultura de Valladolid. Lamento, piedad, desesperación, dolor maternal, todo un cúmulo de sentimientos desgarradores que otorgan calidad humana a los personajes divinos. No en vano, desde un montaje reciente que se hizo de este conjunto en 1991, adornado con andas, faroles y flores, este paso es conocido como La Sexta Angustia.

 

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