DARÍO DE REGOYOS. MODERNIDAD ESPAÑOLA
Viernes Santo en Castilla, 1904, Bilbao, Museo de Bellas Artes.
Darío de Regoyos (1857-1913) fue un artista cuya biografía transcurrió a caballo entre dos siglos, destinado a ser moderno a la manera española, un cántabro, vasco y cosmopolita adelantado a su tiempo. Gracias a la correspondencia que intercambió con Ignacio Zuloaga entre los años 1892 y 1913, publicada por Ignacio Tellechea (San Sebastián, Caja de Ahorros Municipal, 1989) conocemos al artista y al hombre que está detrás de algunas de las creaciones impresionistas españolas más apreciadas.
En 1877 Regoyos ingresó en la Academia de San Fernando y aprendió a pintar el paisaje del natural como lo hacía su maestro Carlos Haes, a pesar de que en Madrid el gusto por pintar al aire libre no era frecuente. Otro de los alumnos, Aureliano de Beruete, promovía esta manera de acercarse a la naturaleza del paisaje llevando los pinceles y el caballete encima, moviéndolo de un rincón a otro y haciendo excursionismo artístico. Su temeridad fue atreverse con el color en pinceladas jugosas y transparencias cuando en España dominaba el academicismo; la audacia de Regoyos fue ponerse de rodillas para pintar una col, como explicaba, con cariño, Ortega y Gasset. Los amigos de Regoyos eran Zuloaga, Unamuno, Iturrino, Losada y Ramiro de Maeztu, escritor que elogia su arte en artículos aparecidos en 1903 en La lectura y El Pueblo Vasco. Darío de Regoyos participó en la constitución de la Sociedad de Arte Moderno, junto a otros veinte artistas, con la firme intención de combatir la exhibición de arte rutinario y dar a conocer las novedades estéticas, la juventud de ideas y cosas desconocidas en las exposiciones españolas. Sentían fobia ante Sorolla.
En París, el conde de Nieuwerkerke, a la sazón director de la Academia de Bellas Artes, se mofaba de los impresionistas; decía que eran “gente que no se cambia nunca de sábanas”. El público asistía a las exposiciones del Salón de Artistas Independientes a reírse de las obras. En la Exposición Universal de París de1900 el jurado rechazó el cuadro de Ignacio Zuloaga “Vísperas de la corrida” y también rechazó a Regoyos con muy malas críticas. Solo gustaban a la crítica las obras de Degas y Pisarro. Pero, lejos del desaliento, ambos amigos comentan en sus cartas que se consideran modernistas, una definición que les sirve “para diferenciarse de esa cáfila de pintores españoles y sobre todo de esas subastas”. Para ello, debían alejarse de las manolas de Goya y del fortunyismo que estaba de moda y que se vendía a buen precio.
La incomprensión ante estos artistas se extendió por toda Europa y cincuenta años más tarde mariano Benlliure los atacaba en su discurso de ingreso en la Real Academia de San Fernando calificándolos de anarquistas sin moral ni ideal alguno. El discurso de Benlliure llevaba el significativo título de “La anarquía en arte” y se publicó en 1901. Los llamaba “propagandistas sin moral, sin ideales, sin la disciplina de una escuela, capaces, por las diversas formas de la insania, de destruir, pero no de edificar”. Más aún, continúa diciendo que esta “raza de degenerados” tenía “una paella de nombres, de obras y de autores, verdaderos gazpachos en la cabeza” que servían para demostrar sus afinidades culturales y literarias. La protesta no se hizo esperar y apareció el 30 de noviembre de 1901 en la revista Juventud. El artículo lo firmaban Rusiñol, Uranga, Guiard, Zuloaga, Durrio, Iturrino y Regoyos, entre otros. Se defendían de los ataques defendiendo el arte moderno; explicaban, para quien no lo supiese, que el impresionismo significaba una simplificación de la paleta, usando colores primarios y tratando de reflejar la luz y los cambios de la naturaleza. Su pintura exigía una ejecución rápida para poder captar las transformaciones de la atmósfera y dar efectos fugaces, impresiones pasajeras. En el texto, Manuel Machado define a los académicos como “gente cangreja y conservadora” y da a entender que el discurso de don Mariano no puede ser suyo “porque son demasiadas tonterías para un hombre solo”; califica a Benlliure de “guardia civil de las artes”.
Así estaba el panorama artístico en España durante los primeros años del siglo XX. Los jóvenes y modernos siguieron pintando con su personalidad colorista mientras el escritor Ramiro de Maeztu los elogiaba en La Lectura (mayo, 1903) diciendo que eran “artistas que expresan entre todos las cualidades que caracterizan al arte español contemporáneo: febril y ronco, áspero, caliente y cáustico, a la vez que violento y terroso, rudo y soberbio, señorial, desenvuelto y movedizo, reconcentrado en terca gravedad…”
A partir de 1900 Darío de Regoyos pintaría de forma muy personal campos, barcos, playas, gentes y pueblos de España, en especial de Cantabria, País Vasco y Castilla. La luz del norte le permitía pintar con matices delicados, totalmente contrarios a los fogonazos del sol Mediterráneo, como hacía Sorolla, a quien seguía detestando. La suya es, como la del grupo vasco, una pintura sobria, sombría, que prolongaba el arte clásico español por sus temperamentos y sus personalidades. En una de sus cartas se pregunta “¿los vascos constituimos el alcaloide del castellano?” Darío de Regoyos pintaba lo que escribía Baroja. “Castilla no la concibo para vivir, pero me voy aficionando a pintarla”.
El óleo “Viernes santo en Castilla” es un cuadro melancólico, como lo fue el artista. Es una escena, solo en apariencia, estática. La procesión pasa por debajo del túnel del tren, en dos líneas que no se van a encontrar nunca, ni en la perspectiva del cuadro ni en la realidad social. Significan dos contrastes antagónicos: el ferrocarril, el moderno medio de transporte que adquirió tanto auge, y los penitentes de negro, continuación de la tradición social española. Las manchas de colores oscuros de ambos asuntos destacan sobre la tonalidad ocre de la tierra, el terruño que no abandonó nunca Regoyos. Lo moderno pujante que transformará, a toda velocidad, la sociedad junto a las creencias religiosas atávicas. No puede haber mayor contraste y, a la vez, mejor acomodación de la modernidad en España. Los montes parecen abrazar a las personas, mientras que el cielo claro difumina el humo de la máquina de vapor. Acaso este cuadro rememore la pintura de El Greco, tan admirada por Regoyos y por el amigo Zuloaga, con sus santos en penitencia, las posturas de adoración y, sobre todo, la religiosidad ancestral, de negro impacto, de reminiscencias hispánicas, de tradición agarrada al alma española.