DON QUIJOTE VISTO EN EL SIGLO XIX.

 

En 1859 se hizo una edición en Barcelona de las aventuras de Don Quijote de la Mancha que incluía dibujos originales de los artistas románticos que darán un sentido moderno a la interpretación de la genial obra. Claudio Lorenzale (1814-1889), Joaquín Espalter (1809-1880), Miguel Fluixench (1820-1866), Luis Madrazo (1825-1897) y Carlos Luis de Ribera (1815-1891), entre otros, aunaron esfuerzos y sensibilidad para hacer una versión de El Quijote profundamente subjetiva y sentida. Los grabados que hicieron estos artistas no tenían como fin aligerar la comprensión de los episodios ni vulgarizar el aspecto físico del héroe cervantino. Su intención era hacer pensar sobre el significado del libro.

Desde la Ilustración se consideraba que el exceso de lectura podría provocar enfermedad y mal funcionamiento de la mente, pero los románticos españoles no vieron en el libro, de ningún modo, locura, ordinariez o estupidez. Al contrario, el sentido sublime de la existencia humana, justificado por la persecución de las ideas, era algo que nuestros artistas aprehendieron de inmediato. Penetraron en su sentido con la única agudeza posible: el alma. En el caballero de la triste figura supieron ver a un personaje universal que vivía para y por su imaginación dando así un significado superior a su vida, alguien que, llevado por su pensamiento, sufrió escarnio en la persecución de sus ideales.  En la edición de Barcelona, cuyo tono general es bastante serio, hay una alegoría intelectual.

El Quijote es un libro maravilloso preñado, a su vez, de portentos. En la versión de Barcelona los símbolos de lo extraño se presentan junto a los atributos clásicos de todo caballero y escudero, es decir, armadura y escudo, pero hay un interés por un tratamiento más serio de lo que se venía interpretando en otras ediciones. Los símbolos gráficos de los diferentes mundos de los protagonistas ponen de manifiesto la amistad desigual de ambos personajes, siempre unidos en las aventuras y en las desgracias. Los registros del lenguaje también ahondan en las diferencias de ambos y fueron analizados tempranamente en la edición que la Real Academia Española hizo con notas y comentarios de distinguidos filólogos en Madrid en 1782. Puesto que Eugenio de Ochoa hizo también un estudio simbólico de ambos razonamientos en su edición crítica (Barcelona, 1845) es fácil suponer que los románticos catalanes lo conocían y fue una razón que los llevó a no descuidar su iconografía. El grabador de Barcelona de la edición de 1859 incluyó tres libros abiertos, bien visibles en la parte superior de la página de la portada, donde se leen los nombres de tres caballeros famosos por sus hazañas literarias. Amadís de Gaula, Don Belianís y el Caballero de los Espejos parecen apoyar la primera intención de la famosa historia de Cervantes, que era ridiculizar las novelas de caballerías. En la edición de Barcelona se intenta elevar El Quijote por encima de las lecturas populares de la época y colocarlo a la altura de los inmortales.

Los románticos trataron de reflejar lo que de heroico y de grandioso tiene la historia contada por Cervantes, sin necesidad de descubrir la verosimilitud de las escenas. Para estos artistas, don Quijote es el único héroe porque es el hombre que se enfrenta a su destino, a menudo de forma trágica. Nunca se atrevieron a ridiculizarlo ni a mostrar rasgos físicos notables porque tenían la certeza de que la obra de Cervantes tenía un fuerte componente espiritual. En su interpretación, el caballero andante era un ser superior que luchaba dramáticamente contra las leyes instituidas a pesar de las dudas de los demás. A modo de espejo, desmarcándose del arte establecido, se vieron a sí mismos atreviéndose con su estética personal.

El capítulo tercero, en “donde se cuenta la graciosa manera que tuvo don Quijote en armarse caballero”, es ilustrado por Joaquín Espalter. El pintor sitúa la escena en un patio de la venta manchega, con escasas referencias a la naturaleza. Para Espalter esta anécdota de El Quijote es tan irreal como teatral y dispuso a las figuras agrupadas en un espacio angosto, todas juntas en un primer plano rodeadas de lo que parece un escenario arquitectónico y un pozo. Esta distribución de los personajes evita que la vista escape hacia cualquier perspectiva que no sean Sancho y su señor, a lo cual ayuda la figura femenina que cierra la composición dando la espalda al hipotético espectador.

Don Quijote no necesitaba ningún paisaje natural porque vuelve los ojos hacia su paisaje interior, como interior es también la escena que dibujó Claudio Lorenzale. En ella el héroe literario ha estado luchando denodadamente contra unos pellejos de vino y el pintor ha concebido una escena repleta de personajes que contrastan con la escuálida figura del caballero, al que miran con curiosidad y asombro. La fiereza del protagonista lo hace fuerte frente a los seres de carácter ordinario que se va encontrando en sus aventuras. Desde este punto de vista no es casualidad que la figura del cura se coloque de frente a don Quijote en la composición ideada por Lorenzale, porque es el único personaje que puede estar mentalmente cercano a él. En el capítulo sexto de la primera parte, el cura se había sorprendido de la gran cantidad de libros caballerescos y novelas que contenía la biblioteca de don Quijote. Lorenzale sabe muy bien, mejor que nadie, el significado de una buena biblioteca y ha elegido una escena donde la irracional y la ficción se duplican. Por una parte, encontramos una novela en forma de manuscrito que don Quijote lee dentro de la novela El Quijote. En un segundo momento, don Quijote sueña lo que ha leído. Finalmente, el cura discutirá sobre la forma de la narración de la novela manuscrita. Todo esto, hecho de forma plástica, produce una interesante ilustración en donde el pintor no representa la pelea física de don Quijote contra el gigante imaginario, sino que da una visión letrada. Se trata del momento previo a una de las partes teóricas del libro porque insertos en la obra se encuentran algunos discursos retóricos en defensa de las armas y de la vida caballeresca, que acaban siendo soliloquios las más de las veces. Sin embargo, en esta ocasión Lorenzale lo representa acompañado en una escena en la que hay mucho más estatismo que acción, como fue el rasgo característico en la concepción de toda su pintura. Con la lectura dentro de la novela, dentro de la novela, y la actitud de los personajes ante este hecho, se demuestra de nuevo que para los románticos el protagonista es un personaje intelectualmente muy rico que se conduce por sus quimeras. No se encuentra locura alguna sino, al contario, plenitud y valentía constantes para hacer frente a ese mundo ajeno a él.

El gusto romántico por la literatura del barroco se puede intuir después de observar imágenes como las anteriores. Los artistas españoles, hacia la mitad del siglo XIX, se apoderaron del elemento irracional y de contraste que ya aparecía, no solo en Cervantes, sino también en Shakespeare, Quevedo y Calderón para favorecer su fantasía creadora. No les interesaba la realidad histórica de principios del siglo XVII porque apenas la conocían y por eso introducen elementos medievales, que era la época mítica de las grandes gestas, de las conquistas cristianas y de la presencia árabe. En aquel tiempo legendario era fácil situar a un caballero andante defendiendo sus ideales.

Hay en todo el famoso libro de Cervantes percepciones de la belleza platónica. Se pone de manifiesto una amistad desigual entre los caracteres del escudero, apegado a la realidad, y el caballero idealista. Es posible que esta circunstancia empujara a los románticos a preferir El Quijote. En el libro se encuentran pinceladas de aquella belleza que fascinó a los puristas especialmente. En el paisaje, en el lenguaje refinado del caballero, en su carácter virtuoso, en el enamoramiento que sufre… Quizá haya en el libro de Cervantes impregnaciones de melancolía, gravedad, ingenuidad y carencias. A lo mejor los románticos españoles se vieron reflejados en él puesto que su actitud no fue de desgarro ni desesperación, más bien optaron por la elegancia de la ensoñación. En algunos pasajes, don Quijote ahoga los suspiros de tristeza, pero se va acostumbrando a descubrir gigantes a través de sus lágrimas. Su ficción es alejamiento de la fea realidad. Su sueño tiene algo de melancolía esfumada. En el ánimo de nuestros románticos españoles causa veneración en lugar de lástima, y todo ello se transparenta en sus ilustraciones. En la edición de Barcelona la imagen plástica supo acoplarse al texto literario, apoyando el propósito de arte total como expresión del sentimiento, el tesoro que nadie pudo arrebatar al romanticismo.

Este es su mérito. Ellos resaltaron la imagen del caballero como paladín genial, rebelde universal, cuya imagen crearon de acuerdo a sus deseos de emoción. Intentaron reflejar lo que de heroico y grandioso tiene la historia de Cervantes e hicieron a los lectores cómplices de la fantasía literaria. Las ilustraciones que Gustavo Doré (1833-1888) hizo de El Quijote son más conocidas popularmente, pero son posteriores al espíritu original de nuestros románticos. Que no se nos olvide.

Más mensajes interesantes

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *