PAISAJE ROMÁNTICO, PAISAJE DEL ALMA.
Pablo Milá y Fontanals, «Abadía de Orvieto».
En su viaje a Italia los románticos españoles asimilaron que arte y poesía se erigían como armas para cambiar el mundo. Fueron parte de las enseñanzas de sus maestros alemanes. Al volver los ojos sobre sí mismos, por primera vez los románticos se reencontrarían con la naturaleza produciendo un efecto de acercamiento a Dios o a lo infinito. Los artistas trataban de imitar directamente a la naturaleza como madre de toda inspiración; cada pintor podía dar su toque personal mientras que los clásicos copiaban literalmente a otros artistas sin utilizar su propio poder de creación.
Para los filósofos del primer romanticismo la obra de arte debía reflejar el infinito. Schelling se había desmarcado del concepto de arte sublime heredado de la tradición inglesa del s. XVIII. Para el alemán el arte tenía que contener una infinitud de propósitos, pero a la vez aceptaba como obra de arte “a aquella poesía que exhibe por naturaleza lo particular y subjetivo”, de modo que la obra de arte se veía obligada a unir en sí misma la oposición entre infinito y lo material objetivo. Más aún, reconoce que cada apunte creado por una impresión directa del artista es susceptible de catalogarse como obra de arte. La consecuencia inmediata de esta nueva percepción será un enfoque del paisaje como producción artística con una capacidad más libre para transmitir emociones. La posibilidad de expresar sentimientos personales se explica solo a través de sensaciones momentáneas y es una facultad que había sido impensable en el marco de la pintura académica. La pintura de paisaje en el siglo XIX se hacía con carga emocional, se hacía más humana.
El tratamiento del paisaje se planteó en términos novedosos por la técnica empleada que casi siempre será el dibujo, bien sea a lápiz, a pluma o aguada. Se presentó como una nueva fórmula para plasmar el mundo que tenían delante, y su yo subjetivo. Aunque se fijaron en los detalles del paisaje arquitectónico de las ciudades, fue el paisaje natural lo que más captó su atención. Era el lugar donde más libres se sentían.
Los paisajes dibujados o apenas abocetados tienen la capacidad de expresión instantánea unida íntimamente con el alma del artista. En sus viajes de una a otra ciudad italiana, y en los alrededores de Roma, los pintores españoles tuvieron bastantes oportunidades de observar con detenimiento el paisaje externo de campos y montañas y, al propio tiempo, el paisaje interno de emociones y sentimientos para reflexionar sobre los resultados de su producción. Los románticos se liberaban de las reglas convencionales. En una reacción contra la cultura oficial, la espontaneidad y la rapidez de la ejecución son las características del paisaje dibujado de los jóvenes románticos, que consideraban el arte como una forma de conocimiento directo. Para estos artistas su relación con el paisaje se producía en libertad, en paz, en silencio e intimidad. Solo así se explican los paisajes dibujados de Claudio Lorenzale (1814-1889). La sutileza e inmediatez del dibujo favorecía la representación de estados de ánimo menos épicos y más sutiles La linealidad del dibujo permitía una profusión de detalles minúsculos que ofrecían, en conjunto, vistas de la naturaleza que nada tenían que ver con la manera del paisaje heroico como los de Anton Koch, por ejemplo. En todos los casos la renovada reflexión sobre la naturaleza iba unida a la emoción casi religiosa del artista.
Los puristas catalanes aprendieron de sus maestros alemanes a utilizar la fuerza expresiva de la línea y a provechar el vigor de las composiciones esenciales, despojadas de elementos superfluos. Aprendieron también que el contacto directo con la naturaleza permitía expresar el yo personal y emocionado. El paisaje sobre el que se posaron los ojos de Pablo Milá y Fontanals (1810-1883) fue evolucionando desde vistas dibujadas con predominio de elementos naturales (árboles, montañas, arbustos…) hacia bocetos donde empiezan a aparecer arquitecturas, mostrando un primer interés por lo medieval. Estos bocetos de paisajes significan la revalorización de aspectos menudos, de una pequeñez que hasta entonces se había considerado insignificante como para incorporarla al arte. El valor de estas vistas de paisaje está en que son apuntes apenas insinuados, con una materialidad dibujada rápida e imprecisa a la vez. Formalmente en estos dibujos de Milá aparecen novedades como el trazo de lápiz muy suelto, desgarrando las líneas en horizontal y vertical con toda libertad.
El dibujo fue uno de los más rotundos logros que aportaron los románticos puristas; fue el procedimiento artístico mediante el cual dieron precisión a sus sentimientos. Era una demostración más del método antiacadémico que estos artistas siguieron, a través del cual interiorizaban las emociones. El dibujo otorgaba exactitud y concreción, era la forma idónea para la expresión de ingenuidad y de espiritualidad, rechazando convencionalismos. La Real Academia de Bellas Artes de San Jorge de Barcelona conserva una buena colección de estos dibujos. En algunos casos se ignora la perspectiva y la sensación de tridimensionalidad, con lo cual los motivos parecen estar ubicados sobre la nada infinita, y se desprecia la sensualidad del color que resulta tan efectista. Por primera vez en España el dibujo adquiere categoría de realización autónoma y dimensión propia. Solamente el dibujo a lápiz o pluma podía conceder los matices de espontaneidad e inmediatez que los jóvenes artistas perseguían. El manejo de la pluma implica mayor destreza artística donde se demuestra la seguridad del pintor que aparece incorporado al paisaje, algo que se puede considerar un evidente rasgo de madurez personal. Esta forma de dibujar introduce el tema de la identidad del hombre moderno por primera vez en el pensamiento estético español.
Para que quedara inmortalizada la manera libre del artista, el yo subjetivo irracional, aparece la imagen de un hipotético dibujante como un elemento más del encuadre. El hombre integrado en el paisaje hace su aparición en el arte decimonónico como una suerte de metáfora moderna del hombre, preguntándose sobre su papel. Durante el romanticismo el alma es la razón última del arte, y puesto que lo medieval se asociaba a estados de máxima espiritualización, la imagen del artista Pablo Milá se encuadra con valentía dentro de un escenario románico-medieval, la abadía de Orvieto. En el dibujo de Milá el artista se sitúa como estudioso del pasado en una fórmula personal que nos muestra su forma de entender el arte e, íntimamente unido a él, sus gustos personales. Milá comienza así a recabar la atención sobre una concepción artística que se transformaría en su razón de existir algo más tarde, cuando volvió a España: la recuperación del pasado histórico-medieval, en especial el catalán.
Por lo general, los bocetos a lápiz y pluma realizados durante los viajes ofrecen una imagen directa de los escenarios naturales por donde pasaron estos artistas. El conocimiento en vivo de lo que dibujan se demuestra en detalles arquitectónicos a modo de anotaciones que están a medio camino entre la impresión personal y el estudio erudito para recordar la historia, en donde casi siempre destaca la nueva valoración de la Edad Media como reacción a la cultura oficial.
Observaron en sus viajes edificios medievales y los interpretaron, una vez más, como vestigios de una época cargada de sentimiento. Hicieron muchos estudios de arquitecturas y buscaron la armonía de los volúmenes; el objeto principal eran las propias construcciones, que resultaban testigos pintorescos más que modelos de la historia, como en este dibujo de una calle de una localidad cercana a Roma pintado por Pelegrín Clavé (1811-1880). El ojo del artista es el único inspirador y no hay norma capaz de someterlo. Interesa en estas vistas la propia contemplación del mundo circundante, ya sea naturaleza libre o humanizada. Nunca se refleja en estas obritas asomo alguno de alteración ni movimiento ni vivacidad excesiva incluso cuando hay un protagonista humano como ocurre en este dibujo de Clavé. Intencionadamente el pintor hace un ejercicio de reflexión sobre la armonía de los volúmenes y la continuidad de la perspectiva, que transporta al espectador calle arriba, en un fluido de calma, hacia la belleza imposible pero buscada siempre.
La contemplación de nuestros artistas viajeros no se fija en aspectos verosímiles de la realidad que encuentran a su paso; reflejan, en cambio, su realidad o su gusto ante lo que ven. Desde aquí pasan a la elaboración de un concepto de arte como ideal, lejos de lo prosaico y de lo cotidiano, que en ocasiones los llevará hacia una elevación mental del hecho artístico, sobre todo en su época de madurez.
Pelegrín Clavé, Calle de Palestrina (Roma). Claudio Lorenzale, Paisaje.