ITALIA Y GERMANIA.
Johann Friedrich Overbeck, 1811-28, óleo sobre lienzo, 94,4 x 104.7 cm, Neue Pinakothek, Múnich.
Existía una colonia de artistas alemanes afincados en Roma desde finales del siglo XVIII. El viaje iniciático desde el norte de Europa al sur era una oportunidad para los artistas plásticos. Tenían en mente relatos legendarios que evocaban una tierra paradisíaca, fecunda, original, plena de historia, mitología y arte. Siguiendo este aura, en 1810 llegaron a Roma los amigos Johann Friedrich Overbeck (1789-1869) y Franz Pforr (1788-1812), que venían procedentes de Viena en cuya Academia de Bellas Artes habían protagonizado una revuelta estudiantil. En los años siguientes el grupo se fue ampliando con otras incorporaciones de pintores curiosos y tiernos.
Estaban hartos de que les obligaran a estudiar los fundamentos del arte exclusivamente a través de copias, réplicas en yeso y grabados clasicistas porque por este procedimiento solo se producían obras frías y carentes de contenido; ellos querían observar la historia del arte en directo e insuflar sentimiento a sus obras personales. Deseaban hacer un arte subjetivo. Las lecturas poéticas les habían hecho sensibles a los mitos del pasado, única manifestación artística que, en su opinión, podía plasmar lo fragmentario y azaroso del mundo. Estos jóvenes rebeldes, que no disponían de excesivos recursos económicos, obtuvieron permiso para establecerse en el convento abandonado de San Isidoro situado en un lugar algo apartado, a las afueras de Roma. Estaban muy influidos por los planteamientos de los filósofos idealistas herederos de Kant, de modo que en sus petates llevaban bastantes libros que les resultaron imprescindibles en su evolución intelectual, y con los que se autorretrataron en varias ocasiones. No les faltaba ilusión y les sobraba ingenuidad.
Overbeck era un muchacho de 21 años rubio, alto y delgado que se alzó como líder de los cuatro artistas. La camaradería entre todos ellos fue inmediata y constituyeron una asociación que, en retiro voluntario, vivían la experiencia artística de un modo muy intenso. Aquella pandilla fue conocida como “Hermandad de San Isidoro” o “Hermandad de San Lucas” en honor de su patrón gremial. El grupo de jóvenes tendría que convivir en congregación y hacerlo con austeridad. Vivían despreocupados de lo cotidiano y aislados del resto del mundo. Se dejaron el pelo largo y vestían de aquella manera extravagante, como una comunidad de hippies adelantada al tiempo. El estigma peyorativo de “nazarenos” se lo han colgado después historiadores del arte y la cultura. Han sido el foco de bastantes desprecios por parte de la crítica del arte, pero la confianza en sí mismos, desde el principio, los hizo inmunes a los agravios. Siguieron haciendo cuadros puros de tema religioso y retratos sobrios; persistieron en el estudio directo de los grandes maestros de la historia. Seguramente su pensamiento vital y estético es uno de los aspectos del romanticismo menos conocido. Sus obras sobre papel, las más delicadas, han sido arrinconadas.
Lo más importante para aquella fraternidad eran los libros que los acompañaban a todas horas. Eran el sustento mental de sus ideas estéticas. Lo espiritual era lo que más les preocupaba. De F. Schlegel habían aprendido que la poesía era superior a la pintura, pero por encima de todas las emociones se encontraba la religión. Contactos por carta con Schelling los llevaron a reflexionar sobre el concepto de Belleza como término absoluto y con mayúscula. Especulaban sobre la expresión de la Idea divina. Estaban de acuerdo en que el arte debía ser una experiencia íntima. Elevación espiritual. Pensamiento intuitivo. Pureza. Mundo interior. Estos conceptos los impulsaron a admirar a los primitivos artistas del Quattrocento, la infancia de la humanidad, de quienes apreciaban sus obras de arte poco reales y plagadas de aspectos simbólicos. Atrincherados en su forma de vida y ajenos a la realidad común, los miembros de la Hermandad trataron de imitar las maneras de aquellos artistas que habían sido capaces de plasmar el arte cristiano ingenuamente. Leían poesía y comentaban la Biblia, el texto sagrado por excelencia. No les hacía falta más.
Una de las obras importantes para entender su estética es el cuadro de Friedrich Overbeck Italia y Germania, que empezó a pintar en 1811 (Neue Pinakothek, Múnich). Durante la concepción de este proyecto, en el convento de San Isidoro, Overbeck y su amigo Pforr jugaron una fantasía que consistía en escribirse cartas el uno al otro dirigidas a nombres de su elección pero con doble connotación semántica. Overbeck eligió su primer nombre de bautismo, “Johannes”, y Pforr “Albert Mainstädter”; hacían referencia a Juan (el bautista, el evangelista) y a Alberto Durero, en un juego de palabras fabricado en recuerdo de su ciudad natal Frankfurt an Main. Después pasaron a pintar un cuadro cada uno que representara la belleza esencial y su amistad. El cuadro que pintó Pforr, Sulamith y María, se encuentra en una colección privada de Schweinfurt. Los dos artistas pasaron largas horas discutiendo los detalles de los cuadros. El asunto, los nombres, los gestos, la disposición de las figuras y la vestimenta fueron asuntos que obtuvieron de lecturas hechas en la biblioteca del Palazzo Caffarelli. Overbeck pensó entonces en un cuadro con dos figuras femeninas como representantes de dos maneras artísticas, la del sur, italiana, y la del norte, germana. A Pforr la idea le pareció bien, él estaba consagrado en cuerpo y alma al arte antiguo alemán de la época de Durero mientras que Overbeck se inclinaba por el arte italiano. Los nombres escogidos para las protagonistas también son simbólicos; Overbeck eligió el de Sulamith, la sabiduría divina, la única que podía dar sentido a su arte y que él buscaba fervientemente; Pforr eligió el nombre de María, el nombre de la Madre. Pforr escribió un pequeño librito, que regaló al amigo, que consistía en diez capítulos y que narraba la leyenda de las dos hermanas que providencialmente encontraban a sus desposados como si de dos almas gemelas se tratase. Estos matrimonios, unidos por el sentimiento y arropados por la ensoñación, representan la armonía y la belleza que los pintores buscaban para sus propias vidas. Los dos cuadros son recordatorios de la amistad juvenil y de la congregación artística. Son el fruto de sus pensamientos expresados en íntimas conversaciones. De ambas obras se conservan varios dibujos preparatorios en los que la técnica empleada permite ver el dominio de la línea en que estos artistas se ejercitaron, mostrando la precisión y la vivacidad que serían características de este arte. Solo hay que acercarse al Gabinete de dibujos y grabados del Städelsches Kunstinstitut en Frankfurt, y en la Academia de Bellas Artes de Viena.
El cuadro Italia y Germania expresa el ideal estético de Overbeck y Pforr. Aquel está representado por Sulamith ya que él prefería el arte italiano de la época de Rafael, mientras María era de la predilección de Pforr e iconográficamente responde a un modelo más nórdico. Por detrás de Italia hay un paisaje italiano ideal, mientras que la vida detrás de Alemania transcurre en una ciudad gótica imaginaria. Las dos figuras visten indumentaria renacentista, el período de la pureza en el arte y el mundo. Los rostros y las manos hablan del ideal de belleza purista, apoyado por una ligera tendencia a geometrizar las formas y un gusto por la línea pintada con pinceladas muy breves. El resultado plástico de este cuadro, en conjunto, es un poco irreal y, por lo mismo, bastante intelectual y abstracto.
La trayectoria vital de estos jóvenes artistas alemanes cambió al año siguiente de empezar el cuadro, cuando Franz Pforr, un chico enclenque y de salud frágil, falleció tempranamente, en 1812. Había sido el compañero y confidente para Overbeck, con quien había transitado por la oscuridad de las primeras dudas artísticas. Con él había compartido la felicidad de lo novedoso, el estudio del arte antiguo. De modo que, desaparecido el amigo, las lecturas filosóficas fueron la tabla de salvación para su crisis espiritual. Sintió piedad y soledad. Como consecuencia de la crisis espiritual, Overbeck se convirtió al catolicismo junto a algunos otros miembros de la hermandad, surgieron bastantes controversias en el seno del grupo y se desmembró el núcleo original. Solo Overbeck permaneció en Roma absolutamente fiel a su pensamiento estético y religioso. Su arte y sus textos se volcaron al misticismo extremo. A partir de entonces la experiencia religiosa y la artística iban a ir unidas y servirían para dar respuestas a interrogantes personales y para ofrecer una interpretación del universo. Lo sagrado tuvo un valor propio tanto en su arte como en su vida; la personalidad de Overbeck quedaría ligada sin remedio al sentimiento religioso y a la meditación. Paralizó la ejecución de Italia y Germania bastantes años, hasta 1828, año en que terminó el cuadro como homenaje póstumo a la memoria de su amigo. Ha quedado como el óleo capaz de conducir la mirada del observador hacia el estado de ánimo del artista. Es una muestra de la concepción contemplativa de este romanticismo; es un cuadro simbólico, culto, sosegado, delicado, sutil, como lo fue el arte de Overbeck. Se convertiría en el modelo de arte meditativo y melancólico, reflejo de los sentimientos personales sin atender a ninguna norma de enseñanza ni a ningún préstamo por moda.
Lo que había comenzado siendo una alegoría privada, destinada solo a un amigo, se hizo universal a partir de las exposiciones en las que participó el cuadro: 1828 en Roma, 1832 en Múnich. En esta ciudad se conservó el cuadro arropado por el mecenazgo que el rey Luis I de Baviera dio a las artes. El poder que le otorgaban su soberanía y su sensibilidad artística lo llevó a convertirse en el protector de los artistas románticos, primero en Roma y después en Múnich. En el estado de Baviera emuló el ambiente florentino cuando mandó construir una logia renacentista y una nueva acrópolis ideal imitando el estilo antiguo. No es casualidad que Cornelius en 1825 fuese director de la Academia de Bellas Artes de Múnich, y en 1827 Schelling fuese presidente de la Academia de Ciencias y conservador de las colecciones públicas de Baviera. El círculo de Múnich se vio favorecido por una política adecuada similar a como lo fueron las épocas de Pericles y de los Médici. La renovación del arte alemán, expresión del alma y con contenido moral, se haría con los modelos de Durero y Rafael y los primitivos, cuyas obras maestras se atesoran con entusiasmo en la Alte Pinakothek.