REFLEXIONES SOBRE ESTÉTICA DEL ARTE CONTEMPORÁNEO.
Antoni Tapies, Celebració de la mel, 1989, barniz y lápiz sobre papel encolado, sobre tela. Col. particular, Barcelona.
“El realismo íntimo de Isabel Quintanilla” es el nombre que el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid ha dado a la primera exposición monográfica hecha en España sobre esta pintora; se presentan 90 cuadros gracias a los cuales podemos observar el trabajo que realizó durante sesenta años. En paralelo, a poca distancia geográfica, el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía ha inaugurado la exposición para conmemorar el centenario de Antoni Tapies, titulada “La práctica del arte”, que es la mayor retrospectiva sobre el artista hasta la fecha. Las dos exhibiciones estarán abiertas hasta junio de 2024.
En contextos muy diferentes, con resultados dispares, las obras de estos dos artistas tienen algo de mágico. Ambos rescatan lo pequeño, a veces insignificante, y le otorgan un carácter reflexivo. Más íntimo en el caso de Isabel Quintanilla (1938-2017), más meditado cuando se refiere a Antoni Tapies (1923-2012).
En días recientes he visitado las dos exposiciones y he tenido la ocasión de comprobar el desenfreno de público que provoca la obra de Quintanilla, mientras que pareciera que la de Tapies, una de las grandes figuras del arte del siglo XX, quedase solo para eruditos y expertos. En un día laborable cualquiera, las salas que albergan la obra de la pintora madrileña estaban llenas a rebosar de visitantes. En algunos rincones se acumulaban grupos con guías y los cuadros se veían de lejos, a través de tres filas de personas que hacían comentarios y se admiraban de lo que veían. En un domingo por la mañana, día festivo y de visita gratuita al MNCARS, las salas donde se expone la obra de Tapies estaban casi vacías, apenas un par de personas le dedicaban algo de su tiempo a la exposición y podía oír mis propios pasos en el silencio. Me pregunto por qué esto ocurre así. ¿Qué circunstancias acompañan a la experiencia de enfrentarse a ambos artistas? ¿Por qué una pintora prácticamente desconocida en España llena las salas con un público entregado y, en cambio, el hito para la historia del arte que es Tapies no parece interesar tanto? Sería absurdo disputar sobre cuál de los dos ha hecho aportaciones más amplias a la cultura artística, y sin embargo la repercusión social de sus exhibiciones es un fenómeno que incita a pensar.
Quizá la admiración por Quintanilla se deba al descubrimiento de una pintora que hasta el momento solo se sabía que había pertenecido al grupo Realistas de Madrid. En 1974 hizo su primera exposición individual en Frankfurt y a partir de ese momento la mayor parte de sus cuadros se marcharon a Alemania por medio del galerista Ernest Wuthenow (socio de la galería Juana Mordó de Madrid), que les dio salida comercial en aquel país. Su obra se dio a conocer sucesivamente en la Kunstverein de Hannover y en galerías de Múnich y Zúrich. Su éxito se explica porque fue precisamente el cansancio que la abstracción más pura había provocado en marchantes y coleccionistas privados, quienes empezaron a valorar el hiperrealismo, tanto norteamericano como europeo. Lo cierto es que el realismo de Quintanilla está muy alejado del informalismo de Tapies, a pesar de permanecer ambos artistas unidos en la mirada eterna que sostuvieron sobre la realidad. Los dos hacen gala de un mundo personal, espiritual, pero los dos emplean lenguajes muy diferentes. Ambos se esfuerzan por plasmar el universo, si es que tal cosa es posible, porque en la distancia de cada uno habita un cosmos particular. Ambos conmueven el alma del observador sensible y llevan a la reflexión.
Isabel Quintanilla obtuvo en 1959 el título de profesora de Dibujo y Pintura y dio clases a estudiantes de secundaria. En unos años en que en España las perspectivas profesionales de las mujeres eran nulas, ella se replegó en su casa para pintar lo que tenía delante. Demuestra el virtuosismo de su técnica utilizando lápiz, temple, óleo y acuarela para pintar algo tan simple como un vaso de vidrio Duralex, elevado a digno símbolo de la sencilla forma de vida obrera española. La artista se refirió a este motivo hasta en cincuenta ocasiones y en la exposición se puede ver el vaso delante de un visillo, en el alféizar de una ventana o a modo de escueto jarroncillo con unos pensamientos, encima de una nevera. El limpiador “Ajax”, el aceite “La Española”, la mermelada “Helios”, la máquina de coser “Alfa”, son algunos de los objetos de su entorno que nos han llegado hasta hoy. Se presentan con todo su peso en un tiempo y en un lugar determinados. En otras ocasiones el interior de la cocina, espacio desordenado y sucio, es el escenario de su pintura. Quintanilla capta la luz a través de una ventana y nos lleva a sus evocaciones gracias a las cuales nosotros también podemos hacernos con nuestros recuerdos de lo cotidiano de aquellos años. En las composiciones de bodegones emplea flores, panes, un teléfono, una coliflor, un dedal…, en una suerte de escenografía con enseres comunes que nos llevan a la emoción directa. Su preocupación era captar la luz. Su microcosmos termina en los lindes de un pequeño jardín asfixiado junto a una tapia, o se difumina sobre los tejados de la gran ciudad. No hay personas en sus cuadros para no interferir en la contemplación, para que la visión del observador sea directa y sin intermediarios.
Tampoco hay figuración en la obra de Tapies, pero por motivos bien distintos. Desde sus pinturas tempranas, el artista catalán entendió el arte como un acto de percepción del mundo y se basó en la materia para representar su imagen. Se relacionó con movimientos de vanguardia en París y fue miembro fundador del grupo Dau al Set, en 1948, que integraba la poesía y el teatro con las artes plásticas y tenía un carácter rupturista. Tapies cultivó la pintura, la escultura, la cerámica y el grabado. La búsqueda de su propio lenguaje le llevó a investigar sobre texturas llenas de contrastes. En los años 50 sus obras eran sobrias y casi monocromes y el objeto era inseparable de sus investigaciones sobre nuevos materiales. En 1956 empleó una puerta metálica y un violín con intención de resaltar la belleza musical junto al carácter espiritual de las franjas paralelas, dejando una cruz por encima a modo de firma del mago en que se convertía el propio artista. La obra hecha sobre lienzo o madera parecen puertas abiertas hacia lo infinito, lo desconocido e inexplicable de su entorno. Empleaba cemento, papel, cartón, tierra y materiales de derribo porque nada le parecía insignificante, según dejó dicho en sus escritos teóricos. Hacía incisiones y grababa directamente sobre el concreto aplicado en vertical.
En los años 60 y 70 Tapies ya era muy conocido internacionalmente gracias a exposiciones hechas en lugares como Kunsthaus de Zúrich o Institute of Contemporary Arts de Londres. Llevaba al límite las posibilidades de su pintura matérica e incorporaba elementos como maderas o piezas textiles, siguiendo la idea de Duchamp. También él usa objetos reconocibles, desvencijados a veces, de aspecto ínfimo, para aproximarse a lo real. Por ejemplo, “Ouera i diari” (Huevera y periódico), está en la línea de los objetos intercambiables de su amigo y poeta Joan Brossa, quien hacía poesía visual con cosas encontradas en cualquier sitio y que tenían un fuerte impacto visual.
Parece que dejara a un lado el sentimiento puro y sus exploraciones fueran más mentales. Su obsesión es generar contextos. Seguramente también agitar la mente del espectador, de algún modo. Sus obras no “representan” nada porque lo más relevante en ellas es su devenir, no el aspecto final. Los barnices con textura acuosa empleados en la década de los 80 para simbolizar lo impredecible, lo azaroso y lo informe del cosmos, son uno de sus mejores logros, en mi opinión. La escritura de ideogramas en jeroglíficos es lo más inaccesible. Es un intento temerario de visualizar lo indecible. Esas abstracciones mezcladas con sus símbolos personales dan permiso al observador para acercarse al pensamiento de Tapies y convertir el hermetismo en lirismo. El artista nos deja acariciar, si quiera de lejos, sus meditaciones. El misterio de la creación va dejando su rastro en la obra de Tapies; insiste en la idea del arte como herramienta de denuncia, como una mirada a los problemas colectivos. Él es un hombre de cultura, un artista teórico progresista que denunció los excesos del capitalismo y no desaprovechó su papel de artista comprometido para señalar el sufrimiento que en nuestra sociedad estaban haciendo las guerras y los desencuentros políticos.
Por su parte, Isabel Quintanilla nos lleva de la mano a su espacio íntimo a través de la introspección de lo cotidiano y esa mirada de sentimiento nostálgico se impone al observador. La técnica hiperrealista hace imposible escapar a lo que se ve, mientras que para entrar en la obra informal de tapies hay que dejarse llevar por la ensoñación y la alquimia. La diferencia entre Quintanilla y Tapies es que el rol de ella no es de denuncia ni de grandes compromisos. El anhelo, el ensueño y la melancolía por lo que debería verse y es imposible de representar existen en ambos pintores. La lucidez y la voluntad, también. El gran público ama la pintura de Quintanilla tal vez porque se deja atrapar por lo inmediato, lo que se reconoce a simple vista y evoca recuerdos directos, que se muestran tan evidentes que nos aprisionan. Quizá la introspección de Tapies no sea fácil de apreciar en una primera mirada y obligue al observador a manejar conceptos metafóricos, pero a cambio obtiene el premio intelectual del uso de la fantasía personal ante la obra de arte. Tapies obliga a una postura crítica que tanto escasea. En los años finales del siglo XX quedó demostrado que se necesita una combinación de ambas maneras, una interacción de meditaciones entre fogones y de reflexiones en abstracto para abarcar al menos algún aspecto limitado de la realidad. Fueron los años en los que la tecnología imperaba en las producciones artísticas y algunos artistas, entre quienes se hallan tanto Tapies como Quintanilla, hacen todo lo posible por alejarse del vértigo tecnológico. Ambos tienen almas singulares y encuentran belleza en todas las cosas, a pesar de que su estética esté en las antípodas. Ambos están solos ante la contemplación de la belleza en el mundo.
El realismo recurre a procedimientos estéticos más tradicionales, con formas y técnicas académicas. El informalismo lleva al máximo exponente la expresión individual con el arte matérico, sin someterse a regla alguna. Supone una apuesta más valiente por lo que tiene de rompedora.
Los dos artistas nos ponen delante el conflicto del arte contemporáneo, que no es otro que la relación entre el arte y la realidad. La obra de arte y la sociedad. Problema insalvable porque no tiene respuesta universal. La experiencia no es una, dada de modo semejante para todo el arte, sino que hay que construirla, y en ese acto de voluntad se encuentra la analogía de ambos artistas. Cada una de sus obras , cada fragmento, alude a su realidad particular. Ambos dan lugar a experimentos originales batallando contra la vulgaridad de la existencia. La verdadera modernidad se juega en el interior de los dos. Una, con visión sensorial, el otro con visión espiritual, pero ambos intentan acercamientos a la realidad aunque se trate -inevitablemente- de intentos limitados. Sus puntos de vista subjetivos, sus percepciones personales, son el verdadero legado para el arte contemporáneo. Tanto la exposición del Thyssen como la del Reina Sofía parecen muestras claras de cómo la brecha entre el artista y su entorno ha ido ampliándose con el avance del siglo XXI.
Tras la visita a las dos exposiciones se hace palmario que una visión estética unívoca es incompatible con el mundo global del hombre moderno, contradictorio, difuso, cambiante y fragmentado. En la actualidad, el pensamiento estético se elabora a partir del yo subjetivo, como ya anunció el romanticismo, y no pueden chocarnos las disparidades artísticas. Entre lo real tangible y lo real pensado encontramos la aventura personal del artista que bucea en sentimientos y recapacita, siempre, en cualquier circunstancia. Nuestra reacción al acercarnos a la obra de arte pondrá en evidencia nuestra propia visión de lo percibido, también en cualquier circunstancia.